domingo, 25 de mayo de 2008

Sintiendo tener que partir

Mientras mi primer año en África iba llegando a su fin, un insólito sentimiento se iba apoderando de mí. Una mezcla de amargor y dulzor se obraba en mi interior. Seguro que entienden que lo que había vivido durante todos aquellos meses en Bangui me había marcado interiormente y me negaba a pensar que se fuera a terminar, pero por otro lado a aquella altura del año me sentía bastante agotado mentalmente y cada vez me costaba mucho más esfuerzo poder continuar con mi trabajo.

Existía la posibilidad de poder prolongar mi misión por algunos meses más o incluso otro año, y en aquellos días dudaba a menudo entre llamar a Barcelona y pedir esa prolongación o hacerme ver que el descanso me era más necesario que deseado.

Había vivido tantos buenos momentos a lo largo de aquel tiempo que el hecho de pensar que tenía que irme me helaba el corazón.

De un lado pensaba mucho en mi madre a la que tanto echaba de menos y que tanto padecía por no tenerme a su lado, en los míos que a menudo me repetían que me extrañaban, tenía ganas de ver a mis sobrinas, a mis hermanos, quería volver abrazar a mi padre y pasar nuevas veladas con mis amigos, yo también echaba mucho de menos a toda mi gente. Pero en Bangui había conseguido hacerme un hueco, había conseguido echar unas pocas pero muy fuertes raíces, había mucha gente a la que quería que se quedaría allí, y lo que es peor, si me marchaba no sabría si algún día volvería por allí.

Por otro lado en aquellos días Gbane llegó al final de su misión y partió a Costa de Marfil, me dio muchísima pena que se fuera. Gbane había sido todo un ejemplo para mí los nueve meses de convivencia que estuvimos juntos, en el aspecto humano era un diez y me mostró muchas cosas sin darme un sólo consejo que yo fui añadiendo a mi particular manera de interpretar la vida. Me recordó en cierta manera a la Dulce Ana que conociera en París unos años atrás y que tanto me enseñó también. Personas que todo el mundo debería poder cruzarse al menos una vez en sus vidas. Un tipo de personas que destilaban humanidad en esencia pura por los cuatro costados y que eran el mejor antídoto contra la intolerancia, el egoísmo y el desprecio que muchas veces detectamos a diario.

Esa sensación de mezcla amarga me acompañaría durante muchos días y fue muy difícil de ignorar, pero intenté hacerlo pensando en cada momento que me quedaba allí, empecé a tomar la distancia suficiente a cada instante para poder mirar lo que me estaba pasando y poder disfrutarlo, decidí sacar la cabeza del manillar del día a día para mirar hacia todos los lados y poder apreciar todas las vistas y a toda la gente que había en torno de mí.

Empecé entonces a hacer balance de todo mi periodo en Bangui, y a pensar en todo lo bueno que había pasado en aquellos meses, en como habían crecido nuestros proyectos en el terreno, en toda esa gente a la que le habíamos facilitado el acceso primario a la salud, y en esa gente a la que nuestros médicos habían salvado la vida sencillamente por estar allí y poder atenderlos, en todos aquellos niños que habían nacido en nuestros hospitales gracias a cesáreas que de otro modo no lo hubiesen hecho, en todos los casos de malaria o de enfermedad del sueño que habíamos detectado y tratado, en todas las hernias que se habían operado…realmente poder ayudar a que todos aquellos médicos, enfermeros y personal en general pudiesen desarrollar su trabajo había sido una experiencia única. Al mismo tiempo me sentía orgulloso de todos aquellos amigos que con sus modestas donaciones hacían posible todo aquello, y en todas las personas anónimas que en todo el mundo hacía posible que la ayuda llegara a algunos sitios donde era muy necesaria. Aquellos sitios donde la diferencia entre recibir aquella ayuda o no recibirla significaba realmente salvar o aliviar vidas o no. Esto me mostraba un signo de esperanza a toda esa ausencia de interés general que el Norte siempre le había dedicado al Sur.

También hacía balance de todas las personas que había conocido personalmente durante todo aquel tiempo; el personal local y expatriado con el que había trabajado, y la gente de Bangui con quien había convivido. Cada persona a su manera había dejado una pincelada en mi mural.

Del personal local aprendí mucho de lo que significaba ser centroafricano, de lo mucho que costaba abrirse paso y poder procurarse una vida digna, me enseñaron que en Bangui no se podía dar nada por sentado, que el valor de las cosas estaba directamente ligado al sacrificio para obtenerlas, el precio de los logros no lo marcaba un indicativo material sino que se cuantificaba en la cantidad de sacrificio que había requerido. En uno, me mostraron el auténtico valor de las cosas en Bangui.

Entre todo el universo de personal expatriado que conocí, voluntarios de otras ONGs o personal de naciones unidas en su gran mayoría pude observar una basta fauna de personalidades y motivaciones diferentes. Gente que estaba allí convencida de que lo que estaba haciendo era lo mejor que podía hacer, gente que buscaba una aventura en su vida que poder valorar, gente que deambulaba en aquellos momentos entre dos aguas y que encontraban allí un refugio temporal y gente que estaba enganchada a aquella forma de vida. Cada punto de vista tenía cosas interesantes a aportar.

De toda la gente local que conocí en Bangui, aparte del personal que trabajaba conmigo, hubo una persona que me marcó principalmente pues era con quien más tiempo pasaba y era quien mejor me mostraba las diferencias entre Bangui y Elda, entre un africano y un europeo, entre aquellas dos galaxias en constante tangencia que nunca llegaban verdaderamente a tocarse.

Aquella persona era Marina, la camarera de Satis.

Entre los numerosos restaurantes y discotecas, Satis era uno de los pocos bares de Bangui donde se podía ir a tomar una cerveza y unos cacahuetes y charlar tranquilamente.

A Marina la conocí el primer día que llegué a Bangui pues aquella misma noche fui a cenar con Marta y dos compañeras más y pasamos por Satis. Pero no fue hasta unos meses más tardes cuando realmente tomé confianza con Marina y que empezamos a colocar sobre la barra de aquel bar nuestros diferentes enfoques de ver la vida. Allí la veía casi cada viernes y hablábamos de lo que nos unía y de lo que nos distanciaba durante horas y horas. Ella había trabajado de camarera desde hacía varios años y siempre había tratado con muchos blancos, nunca terminó unos estudios medios pero sabía mucho más de la vida que muchos académicos. Había conocido muchas historias locales y occidentales, vividas en primera o en tercera persona, historias de Amor y romanticismo y de odio y violencia. Todo esto hacía de ella a sus apenas 27 años cumplidos una persona con mucho recorrido.

No sabía realmente si estaba a dos meses de dejar Bangui, a dos meses de instalarme en Bangui, a dos meses de comenzar una nueva aventura o dos meses de una especie de depresión post parto. Lo único que tenía claro es que yo había ido a Bangui sin ni tan siquiera saber situarla en el mapa y a aquellas alturas ya sabría siempre donde situarla, en un lugar muy cerquita de mi corazón.

domingo, 11 de mayo de 2008

El sentido de las cosas

En ocasiones, en Bangui, tenía la suerte de ser invitado a casa de alguien para tomar un té, comer o simplemente pasar a conocer la familia o el distrito.
Y era en esas ocasiones cuando tenía la oportunidad de adentrarme en el corazón mismo de Bangui. Conocer el lado más escondido e atractivo de “la Coquette”, allí donde la gente hacía realmente su vida familiar, su vida de barrio, donde la presencia de un bonju no era el centro de atención por ser una posibilidad de dinero o de oportunidad de trabajo sino porque simplemente era extraordinariamente raro verlo allí…

Recuerdo con especial cariño a Maguy la ayudante de farmacia que trabajaba con nosotros en la capital ayudando a preparar los pedidos de medicamentos que llegaban de Europa y que enviábamos al terreno.
A Maguy la contratamos a principios de año como enfermera para mandarla a trabajar a Kabo. Tenía treinta y cinco años y acababa de terminar la carrera de enfermería. En su currículo figuraban siete años en blanco desde que terminó el instituto y obtuvo su titulo de acceso a la universidad con grandes notas, hasta que comenzó la carrera. Estos años eran completados con la frase “reposo por razones de salud”.
En realidad, esos años los pasó junto a sus padres adoptivos a las afueras de Bangui descansando un poco de “la vida”. Técnicamente se podría decir que pasó una gran depresión, yo aunque nunca llegué a conocer la verdadera causa creo simplemente que su familia “la apartó” cuando su padre murió. Por inadaptada.
Si hubiesen conocido a Maguy sabrían de qué les hablo. Era alguien brillante y muy trabajadora, siempre con la mirada perdida, siempre parecía ausente, metida en su mundo, como si viviera en una bola invisible de felicidad en la que casi nadie entraba. Y cuando conseguías “estar” con ella, esa burbuja no se rompía, más bien parecía que uno mismo estuviese dentro, viviendo con ella en ese mundo perfecto de placidez y armonía. Pero su especial forma de ser, no era demasiado apreciada en Bangui y por ello la mayoría de la gente hablaba de ella a sus espaldas y con cierta mofa, como “la rara”.

Empezar a trabajar con nosotros significó para ella poder tener su primer contrato, y recuerdo muy bien cuando estaba frente a mí el día para firmarlo, mientras lo leía se dirigió a mí con el gesto contrariado y señalando una de las cláusulas, me pregunto cual era el salario final que ganaría después de deducir las tasas, le contesté y me lanzó una tímida sonrisa mientras apartaba sus ojos con timidez para continuar la lectura.

Desgraciadamente a los dos meses de trabajar en Kabo el responsable del proyecto nos dijo que Maguy no podía seguir trabajando allí y que nos la enviaban de vuelta a Bangui.
Una vez más sus problemas de “inadaptación” le jugaron una mala pasada e hicieron que varios miembros del equipo la apartaran del trabajo de equipo y hasta de la vida de equipo, si bien esto ya era un problema, parece ser que el verdadero motivo fue cuando finalmente tuvo un comportamiento violento con una vendedora de bananas que entró en el hospital y que una Maguy furiosa e incrédula de que se hubiese “colado” allí, hizo salir de muy malos modos, montando una escena delante de todos los enfermos y del personal local y expatriado.
Yo no quería creerlo, pero imagino que la vida para ella en Kabo no tuvo que ser nada agradable durante eso dos meses y terminó por explotar aquel día.
En Bangui también comprendimos que la situación no tenía otra salida que la de hacer salir Maguy de Kabo. Afortunadamente el Dr. Gbane tenía las mismas sensaciones que yo respecto a ella, y cuando hablamos del tema me propuso reconducir su contrato de enfermera en Kabo a otro de ayudante de farmacia en Bangui para ayudar a nuestro farmacéutico titular que llevaba unas semanas desbordado y tenía frente a él como unas 5 toneladas de medicamentos a gestionar en los meses siguientes.

Les aseguro que retengo con mucha amargura el día que Maguy llegó de Kabo. Era sábado y no éramos muchos los que estábamos en el despacho. Yo estaba sentado en mi mesa y en ese momento estaban mi asistente junto con uno de los logistas tratando un asunto de facturas pendientes. El guardia se postró en el umbral de la puerta y nos previno.
-El coche de Kabo acaba de llegar, viene “la loca” en él- terminó de decirnos con una sonrisa como quien acaba de hacer una broma ingeniosa.
Mi asistente y el logista le dirigieron una mirada y tras una brevísima pausa de reflexión comenzaron a reír. Yo di un puñetazo de furia en la mesa y les miré muy seriamente a los tres que callaron súbitamente. Luego me dirigí a ellos con una mirada de esas que te muestran el diablo que todos llevamos dentro.
- Si me tenéis un mínimo de respeto os exijo tener el mismo por todos vuestros compañeros y sobre todo con los que están pasando un mal momento. No pienso tolerar una sola vez un comportamiento como ese en mi presencia. Queda claro?
Todos me miraron primero embarazados y luego entre ellos, bajaron sus cabezas y cada uno siguió a los suyo. Yo salí a recibir a Maguy. La encontré descargando sus cosas del coche, tenía como siempre la mirada perdida, pero su gesto era contrariado, ya no destilaba esa felicidad ni esa áurea, su sonrisa había desaparecido…. Me dio mucha pena encontrarla en ese estado, percibí que ella se sentía como en territorio hostil. Como si la brillante bola que la solía envolver se hubiese roto y apagado.
Respiré profundamente y me acerqué a ella, intenté sacar la mejor de mis sonrisas y toda la energía que podía llevar dentro para darle la bienvenida.
Nada más oír mis palabras de bienvenida me buscó extrañada con su mirada como sino se esperara escuchar nada agradable en cientos de días y un atisbo de sonrisa asomó en sus labios. Realmente estaba herida, nunca había visto hasta entonces a alguien que reflejara mejor su estado de ánimo con su expresión facial.
Le estreché la mano y la retuve cerrando la suya más de lo necesario mientras le mantenía mi mirada en sus ojos para intentar transmitirle algo de seguridad, comprensión y afecto. No había mucho que decir.


Empezó a trabajar para nosotros en Bangui el lunes siguiente, junto a Jean Paul, nuestro farmacéutico, una bellísima persona que le ofrecería el ambiente perfecto para que poco a poco recuperara su especial y particular personalidad.


Unas semanas más tarde organizamos, con motivo de una fiesta nacional, un partido de fútbol contra nuestros “primos” de MSF Holanda, por la mañana muy temprano y tras el partido, un refrigerio en un bar local donde las dos plantillas nos reunimos para comer algo y beber y bailar.
El partido lo ganaron los “holandeses” pero poco importaba el resultado, lo que realmente fue importante fue la comunión que conseguimos entre su personal y el nuestro. Después de comer y de beber algunas cervezas, la gente se fue animando a salir a bailar, y poco a poco se fueron organizando “duelos” de bailes, que parecían desvelar que nuestros empleados habían sido reclutados en discotecas en lugar de la oficina de empleo.
Yo tuve que hacer frente a Desiré, mi amigo y administrador de los holandeses, en mi particular duelo con una canción marfileña, por lo que él jugaba “en casa”. Decidí que mi estrategia no iba a ser bailar mejor que él pues estaría perdido, por lo que opté por montar el show, así mientras le dejé que “descorchara” el baile, yo intervine tirando mi bolso a un lado, descalzándome y subiéndome a una silla, donde a la vista de todos y bajo el clamor general, de ver al bonju allí arriba comencé mi baile particular, la aclamación general fue tal que Desiré decidió cogerme en brazos, han de saber que yo encima de la silla apenas le sobrepasaba en algunos centímetros, y declararme vencedor.
Lo pasamos francamente bien y nos sirvió mucho a unir nuestros equipos.
Hacia el final de la fiesta, eran las cuatro de la tarde y fuimos hacia el despacho a dejar algunas sillas y platos que habíamos cogido de allí. En el coche íbamos varios que fuimos dejando en sus casas y al despacho llegamos Maguy, Bea (nuestra mujer de la limpieza) que estaba completamente borracha y yo. Le dije a Maguy que había que llevar a Bea a su casa, así es que llamamos a su marido para que nos indicara donde vivían exactamente, y así lo hicimos. Cuando el buen hombre vio el estado de su esposa, no pudo parar de sonreír pues todos sabíamos que Bea no bebía prácticamente nunca y que aquel estado la tenía más confundida que otra cosa.
Volvimos al coche y le dije a Maguy que íbamos a llevarla a casa, tanto en el viaje de ida como en el devuelta, fuimos conversando mucho más de lo que lo habíamos hecho nunca, ahí pude conocer gran parte de lo que había sido su vida y lo que era en aquellos días. Como casi todas las historias personales que conocí en mi año en Bangui era realmente conmovedora, otro ejemplo más de perseverancia, ganas de luchar y en su caso además, optimismo.
Cuando el coche se detuvo para que ella bajase, me preguntó si quería ver donde vivía, pues me había estado explicando como era su barrio, la casa de sus padres adoptivos con quienes vivía, y como estaba siendo la casita que se estaba construyendo justo al lado. Yo acepté ilusionado, y pedimos al chófer que se metiese entre aquellas casas de adobe que había junto a la carretera, más que calles eran espacios entre casitas. Conforme fuimos avanzando con el coche entre todo aquel laberinto de casas, árboles y pozos de agua, fuimos llamando la atención de todo el mundo, para muchos debía ser la primera vez que veían un coche circular por allí, para los niños que jugaban por todos lados, el coche era como una “aparición” y sus gestos inverosímiles con las bocas abiertas sólo eran interrumpidon cuando identificaban que dentro iba un blanco y entonces todos comenzaban a gritar “bonju, bonju, bonju..” con unas sonrisas de oreja a oreja y señalando el coche mientras corrían algunos metros junto a nosotros.
Cuando por fin llegamos a la altura de su casa, su familia y vecinos se acercaron tímidamente entre confundidos y curiosos, bajamos del auto y ella fue presentándome uno por uno a los miembros de su familia, la sentí orgullosa y feliz de hacerlo, para ella entendí que era muy importante que yo hubiese aceptado el ir a ver a su familia y su familia también me mostraban una simpatía y acogida excepcional.
Mientras miraba los “cimientos” de lo que iba a ser su casita, Maguy se me acercó para decirme al oído que su madre estaba un poco incómoda porque no tenía nada preparado que ofrecerme. Levanté la vista por encima de su hombro y vi como su madre nos miraba expectante. Le envié una sonrisa de comprensión mientras asentía con mi cabeza y le dije que no se preocupara lo más mínimo que simplemente había venido a echar uno ojo a su nueva casa y saludar y que me iría pronto.
Para salir de aquel laberinto, el chófer pidió a Maguy de acompañarnos pues no sabría salir sin guía.




Al volver a la carretera, Maguy no paró de repetirme lo amable y generoso que era, yo intenté convencerla que lo que había hecho no tenía nada de extraordinario y que estaba dispuesto a volver cuantas veces me lo propusiera. Mientras pensaba que realmente el alma generosa era la suya capaz de agradecerme tantas veces mi pequeño gesto. Decididamente terminé por tomarle un cariño muy especial a la sensible Maguy.

domingo, 4 de mayo de 2008