viernes, 22 de agosto de 2008

Trescientos sesenta y cinco días



Cuando tomé la decisión de que no renovaría aquella primera misión, me cambió la manera de ver las cosas.

Se acabó aquella incertidumbre de los meses por venir, si seguiría en Bangui o en “mi casa”, se apagó la esperanza de seguir con la que había sido mi gente durante aquel buen año y en su lugar nació la luz de una nueva ilusión. La ilusión de volver con los mios de siempre y conmigo mismo. Iba a volver con mi familia, donde crecí, en el pueblo donde me crié y redeado por la gente que me moldeó, iba a volver a encontrarme con todo lo que yo era y con todas las referencias que había tenido desde el principio, en las que siempre me había apoyado, las que siempre me habían servido, incluso en los peores momentos, y así iba a encontrarme conmigo en el tiempo y en el espacio adecuado para descansar, para descomprimir.

De golpe, empecé a pensar que necesitaba ese tiempo, ese descanso, esa serenidad...ese desahogo.

Hasta entonces me había prometido no pensar en mi vuelta, ni en las cosas que haría en volver, pues temía que mi voluntad se viera afectada por el deseo de volver, y creo que así hubiese sido, pues en el momento que decidí que volvía, me costó pensar en otra cosa que no fuese volver.

De alguna manera, me hacía sentir culpable el hecho de que me fuera y de que decenas de asuntos se quedaran lanzados pero sin concluir, que no fuera a ser testigo del trabajo final de muchas de las cosas que poníamos en marcha, y como de costumbre desconfiaba de que lo que allí quedaban fueran hacer el mismo trabajo que yo...hasta que dejé de tomarme por imprescindible, me costó una buena dosis de amor propio convencerme de que todo marcharía igual o mejor cuando yo me fuese, pero lo conseguí.

Fue el momento de hacer balance de aquel año tan especial. Sagrado balance el que me quedaba por hacer, no sé si iba a ser capaz incluso de sacar alguna conclusión válida mientras siguiera allí. Tantas experiencias vividas, tan intensas, tan distintas a todo lo que hasta entonces había conocido.

Tantas lecciones por asimilar, tantos ejemplos para recordar, tantas gentes de las que aprender....el balance iba a ser tremendo. A la medida del año vivido.

Lo mejor de aquellos últimos días fue que pude vivirlos en el terreno, viviendo con la gente que trabajaba en los hospitales, con los desplazados, con las clínicas móbiles...palpando la realidad de lo que nuestra presencia aportaba a la gente que vivia en penuria, de primera mano.

Todo aquello es lo que daba sentido a mi año, al dinero donado por la gente, a los malos momentos, a las fustraciones....y estando allí desaparecía cualquier duda de que lo que se hacía allí, por encima de discusiones, estrategias, standares de aplicación obligatoria y medidas de seguridad, valía absolutamente la pena. Estar en el terreno, era intenso y duro mentalmente pero una experiencia gratificante como dudaba podría vivir otra en mi vida.

Retengo con cariño, por ejemplo, aquel día que junto a Lorena, una enfermera argentina que era todo dinamismo y corazón, fuimos a recorrer el campo de refugiados que había cerca de Kabo. Unas seis mil personas que estaban allí sin nada más que unos palos cubiertos con ramas de palmera y plásticos como casa y la manioca y los cacahuetes junto a la comida que de vez en cuando se les distribuía como único sustento.

Nosotros les procurábamos los cuidados sanitarios y un apoyo logístico haciendo letrinas y pozos de agua. Pero vivir allí no era el deseo de nadie de los que allí había, sino la obligación de los que tenían miedo a ser robados, maltratados, violados o matados en los poblados de decenas de kilómetros alrededor.

Recuerdo que aquel día visitando el sitio junto a Lorena, los niños (casi) siempre ajenos a la realidad e inocentes a todo, nos rodearon mientras caminábamos por entre las rudimentarias cabañas, y comenzaron a cantar una canción local, que Lorena había aprendido del tiempo que llevaba en Kabo. Al cabo de unos minutos una cincuentena de niños estaban alrededor de nosotros cantando y bailando junto a nosotros dos, poco a poco algunos adultos se fueron acercando e integrándose...El momento no duró más de quince minutos pero yo pensé que aquella imagen me duraría toda mi vida en la retina.

Pensé que allí estábamos todos cantando la misma canción y bailando de la misma manera, por un momento coincidimos todos aquellos niños y nosotros haciendo lo mismo en Kabo, pero yo sabía que si bien nuestros caminos se cruzaron en ese instante, de dónde veníamos y hacia dónde íbamos, eran caminos tan distantes que yo pensé que a pesar de esos quince minutos de coincidencia de realidades, nuestras vidas estaban tan lejos la una de las otras, que aquello nos debía servir a todos de referencia para el futuro del mundo tan desigual que habíamos creado.




A finales de julio terminaba mi misión. El 27 de julio de 2007 salía de mi casa en Elda para emprender aquel buen año y como cerrando un círculo el 27 de julio de 2008 volvía a dormir en mi casa. Aquel buen año marcaría para siempre mi manera de pensar, de ser y de vivir.

En la República Centroafricana, entre Kabo, Batangafo, Kagabandoro y Bangui había alrededor de trescientos trabajadores, que trabajaron o trabajan para MSF España/Bélgica, otros muchos lo hacen para MSF Holanda y Francia en otras ciudades del País, otros para otras organizaciones no gubernamentales o para las Naciones Unidas, y cientos de miles en todo el mundo hacen lo mismo.

La inmensa mayoría es gente local que intenta con su trabajo mejorar la situación en la que se encuentran sus barrios, sus ciudades, sus países....es un trabajo muy serio y muy importante y que realmente ayuda a hacer las vidas de los que más sufren algo más dignas y algo más esperanzadoras. Por supuesto que no será ni un sistema perfecto, ni el mejor posible a hacer, pero es muy válido y ayuda mucho a gente que lo necesita.



Gracias de corazón a todas esa personas que se esfuerzan para hacer ese trabajo y gracias también a todas las personas que colaboran desde su humilde posición a hacer esto posible.